El Dios que me habla (II): ¿a quién adoras y qué infierno temes?
Me dices que te ha hecho mucho bien el artículo anterior, que coincide con tus intuiciones. ¡Gracias por decírmelo! Eso refuerza mis certezas. Me envías además un texto papal que ratifica mi afirmación: “el infierno no es castigo sino autoexclusión”. Pero… sigue considerando que esa actitud del hombre lleva consigo “el rechazo definitivo de Dios”.
No puedo estar de acuerdo con lo segundo, dígalo quien lo diga. Palabras de ayer no pueden derribar certezas interiores de hoy. Dios no puede rechazar porque su esencia es Amor. Sólo puede atraer, nunca rechazar. La interpretación del castigo y del infierno dependerá siempre del rostro de Dios que hayas descubierto. Puntualizaré algunas reflexiones, que explicitan mis certezas, por si te ayudan.
1º.- Usamos irremediablemente un lenguaje humano (castigo definitivo, infinito, eterno, etc.). Son expresiones pedagógicas que advierten de la gravedad y desdicha de abandonar el camino de la felicidad (Dios mismo). Puede que esa humana pedagogía del horror y pavor haya dado frutos positivos. Pero también ha servido y está sirviendo al falseamiento del rostro de Dios.
El Dios que a mí me habla -diría Oliva- utiliza la divina pedagogía del amor: siempre llama y espera con infinita paciencia. La actitud de Dios no puede ser una aquí y otra en el más allá. Mamá seguirá clamando “con gritos inenarrables” (Rom 8,26) hasta que recoja a todos sus polluelos. Lo cuenta la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11), lo afirma Pablo: “Si nosotros no le somos fieles, Él seguirá siendo fiel, pues no puede negarse a sí mismo” (2Tim 2,13).
2º.- La interpretación del infierno no puede quedar al margen del rostro de Dios revelado por Cristo. La Escritura tiene que ser coherente o no es Palabra de Dios. La condenación “eterna” es incompatible con un Dios-Amor-Padre. Es expresamente contraria a la parábola de la oveja perdida: “De la misma manera vuestro Padre celestial no quiere que se pierda ni uno solo de esos pequeñuelos” (Mt 18,14). ¿Cómo imaginar siquiera que quien nos enseñó el “amor a los enemigos” pueda sentenciar a sus enemigos al rechazo eterno? “Amad a vuestros enemigos… porque Él es bondadoso con los malos y desagradecidos. Sed generosos como vuestro Padre es generoso” (Lc 6,35).
El otro día, en una charla, le rogué a una madre de familia numerosa que eligiera cuál de sus hijos habría de condenarse. Estadísticamente -le dije- y tal como está el mundo alguno será infiel… Por mucho que la fui acorralando no hubo manera de moverla del “todos mis hijos se salvarán”. La conclusión está escrita: “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuanto más vuestro Padre celestial…” (Mt 7,11).
Es totalmente incongruente que a un Padre Todopoderoso se le escape alguna de sus criaturas, creadas por amor para la felicidad. Seguimos pensando, con nuestra limitadísima inteligencia humana, que Dios es un alfarero al que le pueden salir chamuscados o rotos sus cacharros. Dios todo lo hace bien. Respeta nuestra libertad, cierto, pero ¿quién crees que ganará el pulso, su llamada o nuestra ceguera?
3º.- La imperfecta, condicionada y voluble libertad del ser humano nunca podrá merecer un rechazo eterno. Sería una respuesta desproporcionada, es decir, injusta. ¿Cómo hemos podido imaginar siquiera que un ser finito, por sus errores finitos, pueda caer en un “rechazo infinito”, sin retorno? Es totalmente incoherente pensar que de actos limitados, de un ser limitado, se puedan seguir consecuencias ilimitadas, expresamente queridas o permitidas por un Dios infinitamente justo.
4º.- La eternidad del infierno es simbólica. Se refiere a la distancia entre el mal (ausencia de Dios o infierno) y el bien (Dios mismo). Esa distancia es insalvable, eterna, definitiva, porque se trata de conceptos opuestos, como lo son la luz y la oscuridad. Otra cosa muy distinta es que a una criatura de Dios se le pueda encasillar en la categoría de “absolutamente opuesto a Dios”. Es imposible. Dios y su criatura pertenecen a categorías distintas, a planos distintos. Los hombres podemos perdernos, alejarnos, equivocarnos, pero nunca oponernos esencialmente a un Dios al que apenas intuimos y que habita en nuestro núcleo, aunque no hayamos acertado a encontrarle. Por eso Él siempre seguirá llamando y, con toda seguridad, su llamada nos podrá.
Las religiones orientales creen en la reencarnación sucesiva hasta conseguir la rectificación e iluminación. Así, el rico Epulón se reencarnaría en otro Lázaro hasta adquirir misericordia. O el juez injusto se reencarnaría en viuda necesitada hasta crecer en justicia. En el fondo, es la misma intuición que la de nuestro purgatorio o infierno: Si no consigues tu humanización plena en esta vida, tendrás que trabajártela en la otra. Cuanto más bajo caigas, más tiempo y esfuerzo tendrás que sufrir en la otra para humanizarte.
No creo en la reencarnación circular, por supuesto. Pero tampoco creo en los castigos divinos. Dios no castiga. Creo en el camino de humanización presente (revelado en el Evangelio) y en la dolorosa rehabilitación futura. Sin volver al Padre es imposible aposentarse en su Casa. O caminamos ligeritos ahora o tendremos que caminar después, con más esfuerzo y dolor, al darnos cuenta de la oportunidad perdida y de la felicidad retrasada por nuestra estupidez. Cuando los que neciamente llamamos “condenados”(¡qué floja tenemos la mano de condenar!) descubran -libres de esta cegante materialidad- el camino de regreso, gritarán con gran desgarro, dolor y llanto como Agustín: ¡Tarde te amé Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Desde luego, yo prefiero gritarlo ya y dejarme cautivar por la Hermosura cuanto antes.
5º.- Respecto al Magisterio actual (destaco lo de actual), con el que puede chocar alguna de mis certezas, hay que empezar diciendo que no todo tiene el mismo rango. No es lo mismo, por ejemplo, una definición dogmática que una interpretación bíblica o una orientación pedagógica. Agustín escribió: “Unidad en lo esencial; en lo opinable libertad; y en todo caridad”. Y Pablo nos dejó esta perla: “Nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser servidores de una alianza nueva: no basada en pura letra, porque la pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida” (2Cor 3,4).
Por eso intento comprender la llamada “doctrina oficial” pero no puedo evitar que en mi interior nazcan certezas o evidencias que la sobrevuelan. Ha de tenerse en cuenta además que la última instancia de la persona es su conciencia. Bien formada -añaden los clérigos- pero lo definitorio es que sea “conciencia profunda”, donde mana el Espíritu, aunque la formación intelectual no la alcance. Hay cosas que no se ven desde una “conciencia cerebral” y menos aún desde una “conciencia socializada”, pero que la “conciencia profunda” descubre de forma intuitiva. Es la “sabiduría de los sencillos” (Mt 11,25) de que habla el Evangelio. Ese principio de la conciencia como última instancia es confesado también por el Magisterio, luego forma parte de él. No podría ser de otra forma: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (He 5,29).
Por otro lado el Magisterio debe ser dinámico (algo en lo que nuestra jerarquía debería poner más empeño) porque su finalidad es facilitar la vida, nunca mermarla: “He venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10). De tu fidelidad a la “conciencia profunda” -es decir al Espíritu- junto con la mía y la de otros dependerá el progreso de esos textos oficiales que se alimentan del “sensus fidelium” (el sentir de los fieles), de todos los fieles: jerarquía, clérigos y laicos.
Todos, absolutamente todos, venimos urgidos por el Evangelio a “poner la luz en el candelero para que alumbre a cuantos hay en la casa” (Mt 5,15). Mi casa es mi Iglesia y humildemente la siembro con mis diminutas lamparillas en forma de artículos. Me lo exige mi conciencia, mi fidelidad al Evangelio y mi amor a este Pueblo de Dios que llamamos Iglesia Católica.
No me resisto a plasmar aquí unos párrafos de alguien con mucha más sabiduría que yo: “La verdadera obediencia no es la obediencia de los aduladores, que evitan todo choque y ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas. Lo que necesita la Iglesia de hoy y de todos los tiempos no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo ataque y distorsión de sus palabras”(Joseph Ratzinger, “El verdadero pueblo de Dios”, Herder, p. 293).
A los inmovilistas, rígidos e intransigentes, que condenan todo lo que se mueve, podemos responderles: “No creemos ya por lo que tú nos has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y estamos convencidos de que éste es ciertamente el Salvador del mundo” (Jn 4,42).
Y sí, Oliva existe. Es una viejita de 92 años y paso quedo, que habla con Dios y a la que Dios habla. Ella me estimula constantemente a escucharle y revelarle.
* Jairo del Agua es laico y padre de familia. Lee otros artículos suyos
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