El Dios que me habla III

El Dios que me habla (III): infiernos, doctrinas y censuras

18102009
Por Jairo del Agua*
¡Quién me mandará a mí meterme en estos charcos! Si yo no pretendía hablar del infierno. Si mi camino va en dirección contraria… Los lectores me han ido preguntando y he tenido que explicarme. Pero resulta que algunos curas ultras me ven en el infierno y han conseguido que censuren en una revista la parte anterior de este artículo por infernal. Así que no me queda más remedio que seguir y “dar razón de mi esperanza con dulzura y con respeto, con la conciencia tranquila, para que los que interpretan mal mi vida cristiana queden avergonzados de sus mismas palabras” (1Pe 3,15).

El tema del infierno -tan oscuro y oscurecido- me importa muy poco. Lo que me hiere es el desgarro del rostro amantísimo del Padre. He tenido que llegar a las canas para darme cuenta que el camino está trazado en el interior, que sólo la búsqueda personal produce avances reales: “Buscad y encontraréis” (Mt 7,7). Por fin tomé distancia de la “conciencia cerebral” y caí en la “conciencia profunda” para darme de bruces con el “discernimiento personal”“Examinaos a vosotros mismos y discernid si estáis en la fe. ¿O no reconocéis que Jesucristo está en vosotros?” (2Cor 13,5). Descubrí que las doctrinas escritas son indicadores del camino, muy útiles y recomendables, pero que no debo abrazarme a las señales de tráfico y dejar de caminar. Menos aún hincar la rodilla ante el poste informativo y adorar un ídolo.
La doctrina auténtica no ata, sólo ilumina. La verdad está en la búsqueda y no en la posesión. Quien se cree en posesión ha matado el camino, ha dejado de ser peregrino para convertirse en abraza farolas -nunca mejor dicho-. La posesión está tras el camino. No puedo entregar mi confianza a los integristas que constriñen mi fe católica con una sola pieza del puzzle -utilizada como arma arrojadiza- mientras olvidan el rostro de Dios resultante del puzzle completo. La coherencia es básica para comprender la Escritura[1].
Mis opositores me condenan por afirmar que el infierno no puede ser definitivo. Ni siquiera me conceden el derecho a mi insignificante libertad de expresión. Sin embargo, ha habido católicos eminentes que han afirmado que el infierno ha de estar vacío. Como el dominico Yves Congar, teólogo del Vaticano II, que primero fue duramente censurado y después nombrado cardenal. La lista de grandes teólogos y personas de Iglesia que han esperado esa “salvación de todos” sería interminable. Mi intuición de enano está pegada a ellos.
El purgatorio es la situación de “alejamiento del bien”, mientras que el infierno es la situación de “rechazo del bien”, es decir, de Dios. No son castigos, son situaciones que la persona elige con su libertad individual. Quien, desoyendo consejos e inspiraciones, elige buscar la felicidad sorbiendo, hiriendo o matando a otros, antes o después se dará de bruces con sus crímenes.
Creo en el infierno porque basta abrir los ojos para verlo en nuestro mundo, plagado de rechazos a Dios y a sus criaturas. En el reverso del tiempo, los amantes del mal se encontrarán con el reino del bien y el orden. Se descubrirán desnudos y los verdugos se hallarán convertidos en víctimas de sí mismos. ¡¡Pobres quienes hayan de pasar por la experiencia de todas sus víctimas para comprender, por fin, sus errores y horrores!! Será difícil y penoso deshacer todo lo cosido con el hilo del mal. Pero, en algún momento, la rehabilitación terminará y verán lo que no quisieron ver en su vida terrena. ¿Cómo será, dónde, cuánto? ¡No juguemos a ser dioses y saberlo todo! Sólo podemos vislumbrar -a partir del bellísimo Rostro revelado e intuido- el destino final de las criaturas. Intentemos algunas sencillas reflexiones:
1. “Había un rey con muchos hijos. A todos les repartió muchas riquezas. Pero mientras unos las administraron y multiplicaron, otros las aprovecharon para rebelarse contra su padre. Al final el rey se impuso y encerró a los hijos rebeldes en la mazmorra de palacio. Encima de la puerta pendía un enorme reloj cuyo segundero repetía: para siemprepara siemprepara siempre… En los salones de arriba los hijos fieles disfrutaban con gran alegría y regocijo. Abajo los condenados gritaban, pedían socorro y se retorcían de dolor. Pero los hijos fieles seguían festejando, junto a su bondadoso padre, sin prestar la más mínima atención a los gritos de sus hermanos infieles”.
¿Se parece esa estampa a la revelación del Señor? Al “perdón de los enemigos”, por ejemplo. ¿El rey vengativo e inconmovible de mi parábola se parece al “Padre del hijo pródigo”? Luego algo no se ha interpretado y comprendido bien. El Padre-Madre que yo amo no permitiría un dolor “definitivo” y “eterno” para sus hijos rebeldes, aunque por su libertad errada se hubiesen metido en el agujero. Buscaría a toda costa que subiesen las larguísimas escaleras -metafóricamente eternas- que conducen a la reconciliación.
2. En las sociedades modernas nos hemos humanizado. En muchos países ya no se aplica la pena de muerte, ni la cadena perpetua. ¿Será que nuestro Dios es menos civilizado que los humanos y aplica “penas eternas” a las barbaridades temporales? ¿O será que el Dios de los católicos es más cruel que el de los orientales? Éste, al menos, les va perfeccionando a través de varias vidas terrenas, hasta que están maduros para su cielo.
3. Dicen los teólogos que Dios no puede “desdecirse”. Si nos ha creado libres, tiene que respetar su obra y sus consecuencias, incluida la elección de rechazarle (infierno). ¡Demasiado duro y cerebral! La libertad es parte del parecido con el Creador, un don, un precioso regalo. No es una prueba que hemos de superar, como si jugase con nosotros a carreras de bólidos: ¡A ver quién conduce bien y quién se estrella! Tampoco es una trampa que le sirva de coartada para enviarnos al infierno porque “nosotros lo hemos elegido”. Sería una broma macabra.
Estoy seguro -hay argumentos que sólo el corazón puede leer- que el Padre nunca, nunca abandona a sus hijos, aunque tenga que retirarles el carné de conducir o llevarles al cirujano. Puedes elegir ahora la auténtica Felicidad -para abrazarla entera tras el último sueño- o prolongar la pesadilla de perseguir aguas sucias que no sacian tu “sed infinita”. Tras el tiempo, encontrarás finalmente el Agua que sacia, pero no envidio tu largo y penoso recorrido.
4. En mis años jóvenes se me proponía, como ideal cristiano, esta máxima: “odiar el pecado pero amar al pecador”. ¿Será que en el Cielo se rebajará ese ideal y ya se podrá odiar al pecador? ¿Qué va a ser de mi hábito -tan arduamente conseguido- de amar a los pecadores? No puedo concebir siquiera que lo que aquí es bueno, deje de serlo en la otra vida y que la doctrina evangélica no tenga plena continuidad en el Cielo.
5. Queda aún otra reflexión más profunda y rotunda. El Dios al que adoro lo ha creado todo, lo puede todo, lo ilumina todo y es el Bien Absoluto. Si yo admito que algunas de sus criaturas van a estar toda la eternidad rebelándose y luchando contra Él, estoy afirmando que ha creado su propia oposición, a la que no es capaz de vencer y que no existía antes de su acto creador.
Que cada uno crea lo que quiera o lo que otros le cuenten. Lo que a mí me llega desde dentro es esto: Que “todo lo hizo bien” (Gen 1,31), “que el mal se vence con el bien” (Rom 12,21) y que al final de los tiempos “pondrá a sus enemigos como estrado de sus pies”(Lc 20,43). No quedará vestigio de rebeldías, rechazos, ni oscuridad. Resplandecerá la Luz eternamente junto a todas sus criaturas, sin opositores, sin poderes paralelos, como resplandecía antes de la creación del universo. ¿Qué otro significado puede tener “vi un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21,1), “ahora hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5)? Y esto otro: “Luego, el resto, cuando haya aniquilado toda soberanía, autoridad y poder y entregue el reino a Dios Padre… Y cuando el universo le quede sometido… Dios lo será todo para todos (1Cor 15,24-ss).
Si “el mal se vence con el bien”, es absurdo pensar que la suma de todos los males permanecerá encerrada toda la eternidad en el infierno al frente de un supuesto Jefe del Mal. ¿En qué “dios tan pequeño” creemos que es incapaz de vencer todo el mal que hayamos podido generar sus criaturas -hombres y ángeles- por la perversión de la libertad?
El mito del “fuego del infierno” (y del purgatorio) tiene su sentido si lo interpretamos como “purificación” (no hay símbolo de purificación mejor que el fuego). Efectivamente, la sola presencia del Sumo Bien (lo que llamamos Juicio) purificará todo vestigio de mal en nosotros y arderemos como ninot hasta que no quede más que la esencia de Dios, “su imagen y semejanza”, con el grado que hayamos conseguido hacerla crecer (parábola de los talentos). Lo que Dios arrojará al “fuego eterno” (es decir, a la extinción total) no serán sus criaturas, sino todo vestigio de mal que persista en cada una de ellas. Es una interpretación totalmente coherente: Ante el Bien Absoluto el mal sólo puede desaparecer, como desaparecen las sombras al amanecer.
6. No hemos asumido con humildad ni la limitación, ni la progresividad del conocimiento y corazón humanos. Seguimos queriendo ser “como dioses” con toda la sabiduría conseguida y todas las verdades absolutas en el bolsillo. ¿Hemos olvidado que sólo existe un Absoluto inabarcable al que no podemos “mirar a la cara”? Sólo cabe buscarlo, intuirlo, percibir su suave brisa, escuchar su voz… Nos conviene releer: “Muchas cosas tengo que deciros todavía, pero ahora no estáis capacitados para entenderlas. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad completa. Pues no os hablará por su cuenta, sino que os dirá lo que ha oído y os anunciará las cosas venideras” (Jn 16,12). O aquello otro: “Nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser servidores de una alianza nueva: no basada en pura letra, porque la pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida” (2Cor 3,4).
¿Cómo podremos progresar en la comprensión de las “muchas cosas”, que quedan por decir, si nos encadenamos a la verdad total que decimos poseer? ¿Cómo podremos ver las “cosas venideras” si sólo miramos hacia atrás? ¿Por qué malversamos “nuestra capacidad” aprendiendo sólo letras y despreciando la Música del Espíritu?
Hace años, el nuncio del Papa en España, Mario Tagliaferri, en uno de nuestros encuentros privados me decía: “Mira hijo, si la gente no ama a Dios, es porque nosotros no sabemos transmitirles su verdadero rostro”. ¡Estoy convencido! Estamos tan atados a doctrinas de papel, a interpretaciones inamovibles, a verdades absolutas “fabricadas por hombres”, que se nos olvida buscar apasionadamente el rostro amabilísimo del Padre donde realmente brilla: en la hondonada del corazón sincero. No se puede predicar con una mano el Dios amante y con la otra el “dios espeluznante”[2]. No podemos aferrarnos a las farolas -interpretadas a nuestro modo y manera- y negarnos a caminar. “Y como éstas hacéis muchas” (Mc 7,13).
Me duele que en nuestra Comunidad se multipliquen los censores y disminuyan los motivadores, aquéllos que sientan sinceramente las palabras del Señor: “Fuego he venido a traer a la tierra…” (Lc 12,49) ¿Será que nuestra actualidad eclesial está compuesta sólo por copistas y herejes? ¿Será que, en nuestra Iglesia, no se puede utilizar la inteligencia, la libertad, el discernimiento personal, la conciencia profunda? ¿O será que el trato personal con el Resucitado ya no es recomendable porque sus inspiraciones son poco católicas? No podemos olvidar la advertencia de Pablo: “Si os mordéis y os devoráis mutuamente, ¡mirad no vayáis mutuamente a destruiros!” (Gal 5,15).
¡Que nadie me confunda! Amo a mi Iglesia con la pasión del amor primero y la ternura de la madurez. Si me arriesgo a sembrar “palabras nuevas” es para disuadir a los embalsamadores de uno u otro signo. ¡No, por favor! ¡Hay mucha vida multicolor brotando en el seno de nuestra Iglesia! Somos muchos los hijos, bien vivos, que -ante alabanzas o condenas- cantamos con gozo el himno de la fidelidad perpetua:
“¿Quién podrá acusar a los hijos de Dios? Dios es el que absuelve. ¿Quién será el que condene?… ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?… Pero de todas estas cosas salimos triunfadores por medio de Aquél que nos amó. Porque estoy persuadido que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes ni las futuras, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8,33). Amen, amen.

[1] Lo expongo brevemente en el artículo El río de la Palabra (II): encontrar la Palabra.
[2] Para mayor profundización véanse los libros: “El dios sádico” de François Varone y “Matar a nuestros dioses” de José Mª Mardones.

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