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3º DOMINGO DE CUARESMA
Éxodo 20, 1-17. Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre.
Acompañado
de sus discípulos, Jesús sube por primera vez a Jerusalén
para celebrar las fiestas de Pascua. Al
asomarse al recinto que rodea el Templo, se encuentra con un
espectáculo inesperado. Vendedores de bueyes, ovejas y palomas
ofreciendo a los peregrinos los animales que necesitan para
sacrificarlos en honor a Dios. Cambistas instalados en sus
mesas traficando con el cambio de monedas paganas por la única
moneda oficial aceptada por los sacerdotes. Jesús se llena de
indignación.
Con un látigo
saca del recinto sagrado a los animales, vuelca las mesas de los
cambistas echando por tierra sus monedas, grita: «No
conviertan en un mercado la casa de mi Padre». Jesús
se siente como un extraño en aquel lugar. Lo que ven sus ojos
nada tiene que ver con el verdadero culto a su Padre. La
religión del Templo se ha convertido
en un negocio donde los
sacerdotes buscan buenos ingresos, y donde los peregrinos
tratan de "comprar" a Dios con sus ofrendas.
Jesús
recuerda seguramente unas palabras del profeta Oseas que
repetirá más de una vez
a lo largo de su vida:«Así dice Dios: Yo quiero amor y no sacrificios». Aquel Templo no es la casa de un Dios Padre en la que todos se reciben mutuamente como hermanos y hermanas. Jesús no puede ver allí esa "familia de Dios" que quiere ir formando con sus seguidores. Aquello es un mercado donde cada uno busca su negocio.
a lo largo de su vida:«Así dice Dios: Yo quiero amor y no sacrificios». Aquel Templo no es la casa de un Dios Padre en la que todos se reciben mutuamente como hermanos y hermanas. Jesús no puede ver allí esa "familia de Dios" que quiere ir formando con sus seguidores. Aquello es un mercado donde cada uno busca su negocio.
No
pensemos que Jesús está condenando una religión primitiva,
poco evolucionada. Su crítica es más profunda. Dios no puede ser el
protector y encubridor de una religión tejida de intereses y
egoísmos.
A Dios Padre se le da culto culto trabajando por una comunidad humana más solidaria y fraterna. Casi sin darnos cuenta, todos nos podemos convertir hoy en "vendedores y cambistas" que no saben vivir sino buscando su propio interés.
A Dios Padre se le da culto culto trabajando por una comunidad humana más solidaria y fraterna. Casi sin darnos cuenta, todos nos podemos convertir hoy en "vendedores y cambistas" que no saben vivir sino buscando su propio interés.
Estamos
convirtiendo el mundo en un gran mercado donde todo se compra y
se vende, y corremos el riesgo de vivir incluso la relación con
el Misterio de Dios de manera mercantil.
Hemos
de hacer de nuestras comunidades un
espacio donde todos nos podamos sentir en la «casa del Padre».
Una casa acogedora y cálida donde a nadie se le cierran las puertas,
y a nadie se excluye ni discrimina. Una casa donde aprendemos a
escuchar el sufrimiento de los hijos más desvalidos de Dios y no
solo nuestro propio interés. Una
casa donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos
sentimos sus hijos y buscamos vivir como hermanos.
Pero Juan, el último evangelista, añade un diálogo con los judíos en el que Jesús afirma de manera solemne que, tras la destrucción del templo, él «lo levantará en tres días». Nadie puede entender lo que dice. Por eso, el evangelista añade: «Jesús hablaba del templo de su cuerpo».
No olvidemos que Juan está escribiendo su evangelio cuando el templo de Jerusalén lleva veinte o treinta años destruido. Muchos judíos se sienten huérfanos. El templo era el corazón de su religión. ¿Cómo podrán sobrevivir sin la presencia de Dios en medio del pueblo?
El evangelista recuerda a los seguidores de Jesús que ellos no han de sentir nostalgia del viejo templo. Jesús, «destruido» por las autoridades religiosas, pero «resucitado» por el Padre, es el «nuevo templo». No es una metáfora atrevida. Es una realidad que ha de marcar para siempre la relación de los cristianos con Dios.
Para quienes ven en Jesús el nuevo templo donde habita Dios, todo es diferente. Para encontrarse con Dios, no basta entrar en una iglesia. Es necesario acercarse a Jesús, entrar en su proyecto, seguir sus pasos, vivir con su espíritu.
En este nuevo templo que es Jesús, para adorar a Dios no bastan el incienso, las aclamaciones ni las liturgias solemnes. Los verdaderos adoradores son aquellos que viven ante Dios «en espíritu y en verdad». La verdadera adoración consiste en vivir con el «Espíritu» de Jesús en la «Verdad» del Evangelio. Sin esto, el culto es «adoración vacía».
Las puertas de este nuevo templo que es Jesús están abiertas a todos. Nadie está excluido. Pueden entrar en él los pecadores, los impuros e, incluso, los paganos. El Dios que habita en Jesús es de todos y para todos. En este templo no se hace discriminación alguna. No hay espacios diferentes para hombres y para mujeres.
En Cristo ya «no hay varón y mujer». No hay razas elegidas ni pueblos excluidos. Los únicos preferidos son los necesitados de amor y de vida. Necesitamos iglesias y templos para celebrar a Jesús como Señor, pero él es nuestro verdadero templo.
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